Comparto una reflexión del doctor García Molina sobre la situación actual del educador en un contexto institucional escolar de vaciamiento pedagógico.
A la situación de crisis de la educación -propiciada entre otros factores, por la progresiva dimisión de los adultos respecto a su responsabilidad sobre el mundo (Arendt, 1954), a esa "tentación de inocencia" (Bruckner, 1996) que recorre el mundo de los adultos y no les permite "hacerse cargo" (Cruz, 1999), no ya de su sostenimiento y renovación, sino siquiera de ellos mismos-, hay que sumar un nuevo elemento a la lista de los que avivan el malestar. Bajo el paraguas epistemológico de los discursos hegémonicos y homogeneizantes, el educador de nuestros días se resigna a llevar adelante lo técnicamente posible, según la precisa indicación que éstos mismos le propician. El educador actual se ve abocado a la renuncia, al abandono, de la imaginación didáctica y metodológica tanto como a no poder esperar y sostener el largo plazo de lo porvenir que la educación promete.
Los efectos de esta situación se están haciendo notar en las profesiones educativas y muestran una doble cara poco alentadora. Por un lado, frustración, desgaste profesional, porque la realidad no devuelve los resultados que las mediciones (no las mediaciones) -que olvidaron que tratan con sujetos de deseo y no con objetos cognoscitivos, transparentes, racionalizados- prometían. Por otro lado, ante la incapacidad de educar, se cae en el intento de convertir la profesión en una satisfacción narcisista: simpatía y camaradería para el reconocimiento personal por parte del sujeto de la educación. Aquí topamos con la temida dimisión del educador (Zambrano, 1965). Una dimisión que le aleja de la reflexión pedagógica y de la ética de la praxis educativa para instaurarse en un incómodo y poco útil deslizamiento a los ámbitos de la aséptica tecnología educativa o, seguramente peor, al intento de seducción o de control moral del sujeto.
Los efectos de esta situación se están haciendo notar en las profesiones educativas y muestran una doble cara poco alentadora. Por un lado, frustración, desgaste profesional, porque la realidad no devuelve los resultados que las mediciones (no las mediaciones) -que olvidaron que tratan con sujetos de deseo y no con objetos cognoscitivos, transparentes, racionalizados- prometían. Por otro lado, ante la incapacidad de educar, se cae en el intento de convertir la profesión en una satisfacción narcisista: simpatía y camaradería para el reconocimiento personal por parte del sujeto de la educación. Aquí topamos con la temida dimisión del educador (Zambrano, 1965). Una dimisión que le aleja de la reflexión pedagógica y de la ética de la praxis educativa para instaurarse en un incómodo y poco útil deslizamiento a los ámbitos de la aséptica tecnología educativa o, seguramente peor, al intento de seducción o de control moral del sujeto.
José García Molina (2003). Dar (la) palabra. deseo, don y ética en educación social. Gedisa, Barcelona.
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